En el país de Allende, se derrotó la herencia de Pinochet
Comunicación Política, Periodismo

En el país de Allende, se derrotó la herencia de Pinochet

Cristián Orrego Rivera

Han sido años de lucha: instalación del neoliberalismo más exitoso del mundo; destrucción del movimiento popular que llevó a la vía chilena al socialismo del gobierno de Salvador Allende; años de abusos; instalación en el poder de una clase política esmerada por perfeccionar un modelo que socava sistemáticamente la dignidad de las personas; años de campaña del terror de la derecha; anticomunismo; conformación de la derecha más orgánica del continente.

Salvador Allende, expresidente de Chile.

Ante este escenario, la instalación del nuevo gobierno recién electo en Chile, no implica necesariamente la reversión de todo este panorama, sino que más bien debiese representar un escaño hacia la consecución de profundas transformaciones, una transición hacia algo que aún no está claro, pero se encuentra instalado en una gran mayoría del país que sabe que el camino de las transformaciones puede devolver la dignidad a un pueblo que ha intentado sistemáticamente rearticularse desde las más diversas posiciones marginalizadas.

El golpe de Estado de septiembre 1973 no representa simplemente un dato dentro de la memoria histórica del país, incluso dicha memoria aún no adopta forma. La compulsión al olvido hizo presa fácil a todo un pueblo que, cegado por las “bondades” del neoliberalismo, cayó en la trampa del discurso oficial respecto de que cualquier alusión al pasado sólo traería división, argumentando que lo que necesita el país es precisamente lo contrario: disfrutar del presente, y mirar al futuro con la confianza que somos un país unido y con una pujante economía. El triunfo del “no” en el plebiscito que terminó con la dictadura militar en 1988 abría paso a un futuro promisorio bajo el lema “Chile, la alegría ya viene”.

En ese momento el objetivo principal era terminar con el poder de los militares, relegando a segundo plano cómo sería la transición a la democracia; o bien, cómo sería este ansiado nuevo Chile una vez que retomara las riendas el poder civil. Incluso a la derecha liberal chilena le convenía que tomara el poder un gobierno civil, dado que la dictadura militar era disfuncional a las pretensiones de inversionistas extranjeros y nacionales.

En concreto, la transición, comandada por el Partido Demócrata Cristiano como parte del conglomerado político representado por la Concertación de Partidos por la Democracia, no tuvo problema en darle continuidad a los preceptos de la Constitución de 1980 -a la que se le reconoció legitimidad-, y de esta forma profundizar y perfeccionar la serie de reformas estructurales que permitieron construir los cimientos del neoliberalismo de la mano de los “Chicago Boys” durante la dictadura militar (1973-1989). Según señalaban los expertos, el proyecto político de transformación democrática no debía poner en riesgo el proyecto de crecimiento económico que prometía seguir construyendo la imagen de un país prósperamente económico a escala regional y mundial.

Es así como el ideal de democracia, no contrapuesto a la agenda de transformaciones del neoliberalismo, se instaló en el discurso de la clase política; primero, como algo que se había logrado luego de años de lucha, y segundo, como algo que debe respetarse y cuidarse. Es decir, un valor que va más allá de cualquier otro, y como tal, un ideal que se encuentra en un permanente y latente riesgo de ser corrompido. Cualquier atisbo de transformación a las bases del “modelo chileno”, o bien peca de inconstitucional, o bien se le imputan significantes de antinacionalismo, comunismo, o simplemente anarquía.

Incluso se ha usado en repetidas ocasiones el fantasma del gobierno de Salvador Allende y el proceso de “vía chilena al socialismo”, el cual representa una experiencia única en la historia, consistente en la incrustación en el aparato del Estado de un gobierno/enclave popular con el propósito de transformar la sociedad sin romper con la institucionalidad vigente. A pesar de ello, el gobierno fue acusado de inconstitucional, y Salvador Allende terminó derrocado y fusilado al interior del Palacio de Gobierno.

Se ha vivido así durante, por lo menos, los últimos 30 años: bajo la amenaza de que cualquier transformación profunda pondría en riesgo la institucionalidad y nos llevaría directo a la distopía del socialismo; presos de una constitución escrita en dictadura y validada por los sucesivos gobiernos civiles; y bajo el yugo de un conjunto de residuos institucionales de la dictadura, que no permiten el más mínimo cambio a las bases del modelo.

De hecho, uno de los lemas durante el estallido social de octubre de 2019 fue “no son 30 pesos, son 30 años”, haciendo alusión a décadas de abuso por parte de la clase política que se arrogó el proceso de transición chilena a la democracia. Asimismo, otro de los lemas del citado estallido fue “hasta que la dignidad se haga costumbre”, dando a entender que la serie de abusos en contra del pueblo chileno tenía un efecto directo en el vivir y en las condiciones materiales de las personas. En Chile, si no tienes dinero, no recibes una educación de calidad, no tienes acceso a salud de calidad, no puedes acceder a una vivienda digna, no puedes tener un trabajo en el cual no estés expuesto a situaciones de explotación.

En este contexto sucede la elección presidencial de fines de 2021, precedida por la instalación de la Convención Constitucional que tiene por mandato escribir la nueva constitución, y esto con el antecedente del estallido social de octubre de 2019, en un contexto de declaraciones infortunadas y violentas por parte de distintos ministros del gobierno de Sebastián Piñera.

Todo esto, precedido por décadas de movilizaciones por la educación; jubilación digna; vivienda digna; soluciones al pueblo mapuche; luchas en contra de proyectos que ponían en riesgo el medio ambiente y comunidades, por los derechos de las mujeres, salud digna, y un largo etcétera. El relato construido desde Chile que daba cuenta de un próspero y pujante país, no tenía su correlato en la experiencia de las personas. Durante estas décadas, la gran masa de la población chilena se empobreció, mientras que una minoría que ya se había comenzado a enriquecer bajo el régimen militar, se siguió enriqueciendo y cada vez más concentrando los medios de producción, los medios de comunicación y el poder político.

Las transformaciones realizadas durante la dictadura militar fueron configurando la estructura de la desigualdad que se observa hoy en día en Chile, la cual abarca aspectos sociales, territoriales, urbanos, económicos, entre otros. El enriquecimiento de los poderosos comenzó con el proceso contrarrevolucionario representado por la dictadura militar, y fue continuado por la burguesía nacional y transnacional que heredó el poder de manos de los militares.

De cara a las elecciones de diciembre de 2021 se enfrentaban dos modelos de país. Uno que buscaba continuar profundizando el neoliberalismo ya instalado, y con ello reproducir los efectos que éste conlleva; y por otro lado, un proyecto que intenta materializar las demandas sociales que se arrastran durante las últimas tres décadas, y que tuvieron su mayor expresión en ocasión del estallido, momento en el cual, motivado por la rabia, los estudiantes secundarios salieron a las calles, secundados por una gran mayoría que encontró en dicha ocasión, al menos, un punto de encuentro para manifestar las más diversas rabias derivadas de la experiencia de vivir en Chile (…) en el Chile de los poderosos.

Para estos últimos, el levantamiento popular de octubre de 2019 representa un triste episodio marcado por la violencia, mientras que para el resto del país significa la llegada de la ansiada transición de la mano del cambio al mayor enclave dejado por la dictadura: la Constitución de 1980.

Durante el periodo de campaña presidencial, la candidatura de extrema derecha no trepidó en mostrarse como una alternativa que traería el orden y la seguridad, instalando el temor al comunismo, y tomando como base de su relato los hechos violentos de octubre de 2019, según ellos, perpetrados por agitadores comunistas, e influenciados y financiados por Cuba y Venezuela. Incluso en un informe de inteligencia emanado por el gobierno, se imputa al “K-pop” como el principal responsable del estallido social. Se establecía así la imagen de que las causas del levantamiento popular no obedecían a una situación interna de descontento, sino más bien a una influencia extranjera de corte marxista-leninista-chavista-castrista-maoísta-guevarista.

En tanto, la candidatura de centro izquierda intentó mostrarse como una alternativa que conduciría las demandas que el país había enarbolado durante décadas, y con esto disuadir el fuerte anticomunismo instalado en Chile desde el derrocamiento de Salvador Allende por parte de la derecha chilena y los militares en conjunto con la CIA. El Pacto Apruebo Dignidad, desde el cual se proclama la candidatura de Gabriel Boric (presidente electo) luego de vencer en primarias al precandidato Daniel Jadue, posee en sus filas un amplio conglomerado de fuerzas políticas de izquierda, incluido el Partido Comunista, todo lo cual fue usado por la derecha para construir una infructuosa campaña del terror con el argumento de que la llegada de los comunistas al poder significaría prácticamente volver a los tiempos de Stalin, y tomar la senda que tomó Venezuela.

Gabriel Boric, presidente electo de Chile.

Resulta increíble observar la falta de rigor de la derecha, su uso indiscriminado de la mentira y las fake news, así como laimplementación sin pudor de una campaña al más puro estilo Trump o Bolsonaro. Cabe destacar que el único sector político que carga con muertos y desaparecidos es la derecha chilena, que aún mantiene en un férreo secreto el paradero de miles de detenidos durante la dictadura militar.

En cuanto a la izquierda, está el proyecto político que se instala en el gobierno, sin duda es una pregunta abierta en la izquierda chilena y latinoamericana, así como cuántas concesiones va a dar al empresariado y a la centro derecha (incluidos los partidos que han sido gobierno en los últimos 30 años). Más allá de los escepticismos y las críticas, el resultado de las elecciones, sobre todo, significó un gran alivio, representado por haber derrotado a la extrema derecha, al menos electoralmente. La amenaza del ascenso de la derecha pinochetista logró movilizar a un electorado que incluso no había participado en las anteriores elecciones.

La amenaza de una derecha extrema fue más real que la de un eventual gobierno “comunista”. Sin embargo, es ingenuo pensar que la derecha chilena aceptará el triunfo y la instalación de un gobierno de centro izquierda de manera republicana, como lo han hecho ver. La derecha chilena no tardará en rearmarse y arremeter en contra de las eventuales transformaciones que tocarán sus profundos intereses. Para esto, más que el éxito de la nueva administración que se instala en el poder ejecutivo, es mucho más necesaria la rearticulación del movimiento social y popular, de modo que pueda respaldar e incidir en la agenda de transformaciones que tendrá que impulsar el nuevo gobierno.

A diferencia de la Unidad Popular de tiempos de Allende, el nuevo gobierno está lejos de representar un enclave popular dentro del Estado. Ahí radica el desafío, en el hecho de que al menos, lograr representar los intereses del “pueblo chileno”, para que en un próximo gobierno, éste pueda llevar las riendas de un proceso político de transformación anticapitalista y antineoliberal.

El resultado de las elecciones, más allá del significado para Chile, tiene una gran relevancia simbólica para el continente. En el país más neoliberalizado de la región y quizá del mundo, en uno de los países con mayor desigualdad del mundo, de los más azotados por el “Plan Cóndor” y la dictadura militar, llega al poder una nueva generación, aquella que lideró las protestas estudiantiles de 2011. La misma generación que fue tantas veces reprimida por los dos gobiernos de Sebastián Piñera, ahora recibe el poder de manos de él.

La amenaza que representaba retroceder en derechos bajo el mando de un gobierno pinochetista, fue más fuerte que la caricatura de “chilezuela”. El discurso de “chilezuela” al parecer ya fue agotado por parte de la derecha chilena, perdiendo efecto en el sentir del electorado. La campaña de terror y de mentiras de la derecha fue poco efectiva. Es de esperar al menos que todo esto sirva para seguir transitando en la senda de las profundas transformaciones, y no dar paso a la fetichizada gradualidad con la cual se resguarda la institucionalidad democrática en un país que ha vivido los últimos 30 años una dictadura constitucional.

Es de esperar que esto logre transformaciones en los demás países del continente y se supere la inercial sucesión de gobiernos burgueses. Es de esperar que la derecha chilena y latinoamericana deje de cooptar a los sectores progresistas, y se abran “las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor” (Salvador Allende, 1973).

31 de diciembre de 2021