Las dos caras del zapato: tormentoso o cómodo
Cultura

Las dos caras del zapato: tormentoso o cómodo

Alicia Alarcón

El confinamiento aceleró en mí el desuso de zapatos de tacón, los cambié por sandalias, así como unas alpargatas que me sirven para las limitadas salidas. ¡Qué comodidad!

Un día sumándome a la limpieza de la casa, me percaté que en el guardarropa lo que más espacio ocupa es el calzado. Acomodado en pares o guardados en sus cajas originales tengo zapatos, botas y botines, de piso y de tacón, tennis, babuchas y chanclas, de varios colores. Observé que muchos de estos también vivían su confinamiento: meses de no andar conmigo; las zapatillas en particular, que son mis favoritas. (Este tipo de calzado tiene varias acepciones en otros países, en México corresponde al zapato de tacón que puede medir ocho, diez y hasta doce centímetros). Pero también he llegado a otra conclusión, que ya no puedo seguir usándolas porque me canso. Sí, ya no es como antes que también me cansaba, pero era más joven y me reponía más rápido; podía calzarlas en el trajín de un día: el trabajo, la calle o la fiesta.

En lo personal, ha sido el gusto, el placer y la moda que antepuse a la comodidad lo que determinó su adquisición. Sin duda, la tecnología en la fabricación de este tipo de calzado se ha ido perfeccionando, las grandes marcas gastan millones en su facturación para que esta prenda goce de comodidad. Pero siempre es y será una tortura caminar con zapatos de tacón. La vanidad minimiza el tormento. ¿Por qué empeñarse en su uso a costa de la comodidad? ¿Acaso no debería ser mejor valorada una prenda cómoda a los tortuosos tacones?

En el transcurso de mi vida los zapatos han desempeñado un papel importante. Han sido más que un objeto; son extensión que fortalece y embellece mis extremidades inferiores. Por un lado, de protección y de movilidad porque han sido un vehículo a la medida, que me lleva de un lugar a otro, a veces de manera cómoda, y otras no tanto. Por otro lado, han sido un adorno, una pieza que me enamora al hacer más estético el entorno de los pies, realza el porte y cuando se trata de la zapatilla, eleva la estatura. 

Han desfilado muchos pares en el transcurso de mi vida, casi a todos les llegué a poner nombre, algunos ya no los recuerdo, pero en particular tengo en la memoria a los tipos “Caperucita”, “Whashington”, “Luis XV”, “Cebras”, “Tin Tin” y “Hermés”.

Es costumbre llevar conmigo dos pares al mismo tiempo; unos calzados y otros discretamente guardados en una bolsa, los cuales alterno según la necesidad, brincando de tormento a comodidad y, viceversa según el momento o el cansancio que se haya acumulado.

Recuerdo con agrado mis choclos rojos con puntitos y suela de corcho, los “Caperucita”, que vivieron conmigo algunos años, y que mamá me compro en uno de los primeros centros comerciales al sur de la Ciudad de México, en donde los escaparates mostraban una enorme variedad de zapatos como piezas de arte.  Llegaron a mis pies los exorcistas, famosos entre los estudiantes se puso de moda la popular zapatería “Canadá”, surgida en la década de los cuarenta, tiempo del orgullo nacional de lo Hecho en México está bien hecho, y de la dificultad para obtener zapatos de importación. En ese entonces la mayoría eran productos maquilados surgidos de fábricas mexicanas como “Excelsior”, “La United”, “La Hispano”, “Los tres caballeros” y “Domit”.

Cuando empecé a usar tacones tuve unos azules que apodé Jorge Whashington, cerrados tipo mocasín, con hebilla al lado, que adquirí en una calle en la que había varias zapaterías, donde la gente como yo buscaba una prenda que se adaptara a mis gustos personales.  Con la apertura de las fronteras, a partir del TLC, en 1992, se incrementó la importación y la diversidad en cuanto a modelos y colores, lo que también polarizó los precios, desde zapatos muy buenos, sumamente caros, a algunos muy baratos de muy mala calidad, migrando de materiales naturales a sintéticos, al grado de lastimar y quemar la piel del pie. De esa época fueron unos de dizque “charol” que cuando me descalzaba despedían un olor a muñeca nueva.

Se incorporaron mis botines de reportera, los Tintín, así los bauticé en alusión al reportero del cómic francés de los años setentas (Las aventuras de Tintín y Milou). Comodísimos y resistentes: cafés, suela de goma, con agujetas y chatos. Se dice que no hay zapatos más cómodos que los viejos porque se han adaptado a la forma del pie. Yo no creo en ello.  Los Tintín nunca envejecieron porque se adhirieron desde el principio a mis pies como la propia piel. Me acompañaron en las jornadas laborales; una de ellas, por cierto, en la inauguración del Museo del Calzado, en los altos de la zapatería Borceguí, en el Centro Histórico de Ciudad de México, donde se exponen, a la fecha, alrededor de dos mil piezas, divididas en varias secciones, entre ellas replicas y originales de zapatos usados por la nobleza de países europeos que, por cierto, se veían bastante incómodos, demasiado estrechos y terminados en punta.

En ese museo, recuerdo el escaparate de los zapatos chinos que se dice, por orden del emperador debían de deformar los pies a todas las niñas para que no les crecieran, y se vieran más atractivas, a pesar de las molestias y el dolor que esto les ocasionaba. Eso sí era un gran tormento. También se mostraban las botas de tacón que se convirtieron en pieza de uso común entre los reyes franceses, quienes no eran muy altos de estatura, Luis XIV medía un metro 60 centímetros. Esto me hizo recordar a personajes de la vida política que han mandado colocar alzas a los tacones, el más reciente el expresidente de Francia, Nicolás Sarkozy, que aumentó su talla siete centímetros.

Del museo también viene a mi memoria la sección de las cómodas sandalias, que es el origen del calzado. Llama la atención cómo diferentes culturas: Griega, Romana, Otomí, Gala, entre otras, a pesar de su lejanía, desarrollaron básicamente la misma idea de protección al pie, diferenciándose apenas por los materiales empleados que aportaba su medio ambiente local. Cactli era el nombre que se les daba a las sandalias en la época prehispánica; se componía de varias suelas que se sujetaban a la planta de los pies por correas de piel, ixtle o henequén.

En la actualidad, los almacenes exhiben el calzado en diferentes categorías: de calle, de vestir, de casa y de deportes; cada uno de estos tiene su temporada, por ejemplo, en septiembre veo como las zapaterías se llenan de familias con hijos pequeños en busca del zapato escolar y de deportes.

Las más asiduas a las zapaterías somos las mujeres que siempre vamos en busca del par que nos hace falta, sin hacernos falta realmente; o el que estrenamos en una fiesta, y nunca más nos vamos a volver a poner, creando así una colección muchas veces infructuosa, en gran medida porque la moda o el placer se anteponen a la comodidad. Lo ideal sería la combinación de ambas.

Alrededor de esta prenda existen costumbres como el de colgar en el espejo retrovisor del auto los zapatos del bebé, generalmente del primer hijo o bien colocar en la sala la bota boleada en la que se deposita la carta a los Reyes Magos. Me ha tocado presenciar bodas donde la novia porta su zapatilla en la mano para que los invitados coloquen dentro de ésta dinero como símbolo de abundancia. También la costumbre de atar zapatos viejos al coche de los novios. La más irreverente a mí parecer, la de colgar botas, tennis y zapatos viejos a los cables de luz como si fueran objetos de arte popular. Igual de válida es la instalación, también irreverente, “La caja de zapatos vacía” de Gabriel Orozco.

Actualmente, los aparadores desiertos o los zapatos escondidos detrás de cortinas nos muestran que también sufren confinamiento. Y han sufrido por esto ya, que al obligarnos a permanecer en casa hemos retornado a buscar en el ropero los ya usados y los viejos, olvidando aquellos que compramos sólo por gusto o vanidad. Esto último impulsó mi reflexión sobre el tema, valorando nuevamente la importancia de cómo utilizo los zapatos ahora en la intimidad de mi casa. Mis “Hérmes”, así bauticé a las sandalias, que ya están deformes, duras y resecas, que de estéticas no tienen nada, que deprimen, pero son las alas de mis pies porque permiten movilidad por toda la casa sin cansarse. Hay zapatos que me hicieron sufrir y otros que recordaré siempre por lo cómodo de su uso. 

26 de enero de 2021