Nicaragua: Ortega mutó y ya es Somoza
Comunicación Política, Hemeroteca

Nicaragua: Ortega mutó y ya es Somoza

Manuel Tejeda Reyes*

El 19 de julio de 1979 el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) tomó Managua. Se había inaugurado un régimen surgido a partir de una nueva revolución latinoamericana. Era, sí, una revolución democrática y popular. El FSLN estuvo integrado por el amplio abanico social: estudiantes, campesinos, trabajadores, intelectuales y hasta la Iglesia. “El evangelio me hizo marxista”, dijo el poeta y sacerdote Ernesto Cardenal.

Hoy, Daniel Ortega, actual presidente de Nicaragua, es una celebridad en estos días, pero por lo peores motivos posibles. No siempre fue así; durante la década de los setenta del siglo pasado supo convertirse en una de las imágenes icónicas de la revolución nicaragüense. Fue integrante del Frente Sandinista de Liberación Nacional que peleó contra la cruenta dictadura de Anastasio Somoza. Luego del triunfo Sandinista, Daniel Ortega asumió el cargo de coordinador de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional de Nicaragua y en 1984 fue el candidato del FSLN a la presidencia de Nicaragua y ganó avasallando a sus oponentes. Durante su primer gobierno, que transcurrió entre 1985 y 1990, enfrentó los ataques de la contrarrevolución, financiada por el gobierno de Ronald Reagan, y puso en marcha exitosos programas sociales en un país abatido por la pobreza.

Al término de su mandato, Daniel Ortega reconoció el triunfo de la candidata opositora, Violeta Barrios de Chamorro, en las elecciones de 1990. Ese acto político era en sí mismo una virtud, porque el gobierno del FSLN, emanado de una lucha armada, entregaba el poder a la oposición después de tener elecciones democráticas y pacíficas, con la añadidura de que lo hizo a la entonces primera mujer electa presidente en nuestro continente. Hasta ahí la situación política en Nicaragua era perfecta, pero al paso de los años el rumbo se empezó a perder.

Después de dejar la presidencia, Ortega se quedó con el liderazgo del FSLN y volvió a ser candidato presidencial en los procesos electorales de 1996 y de 2001; en ambas intentonas perdió. Luego vino el denominado “Pacto Alemán-Ortega”, que tuvo lugar en el año 1999, e inició el embate contra la democracia en Nicaragua. Esa alianza instituyó un sistema bipartidista, que tuvo como objetivo abrir la puerta de la administración pública a sólo dos competidores y supuso el inicio de un proceso de reformas constitucionales y legales tendientes a concentrar el poder y a minar el Estado democrático de Derecho, lo que explica el profundo debilitamiento institucional y la sistemática violación de los derechos humanos que se viven en ese país.

La democracia le dio a Daniel Ortega una nueva oportunidad en la elección del año 2007, y con el 38 por ciento de los votos fue declarado ganador. En esa gestión arrancó la caída libre de la democracia en Nicaragua, porque en 2008 el Consejo Supremo Electoral (CSE) suprimió al Movimiento Renovador Sandinista (MRS) y en 2010 la Corte Suprema declaró la inaplicabilidad de la disposición constitucional que limitaba la reelección presidencial, lo cual habilitó de nueva cuenta a Daniel Ortega para que se presentara como candidato a la presidencia en las elecciones de noviembre de 2011. Posteriormente, al mejor estilo de Porfirio Díaz, o mejor aún, de cualquiera de los Somoza, mediante una reforma constitucional, prescindió del artículo de la Constitución de Nicaragua que prohibía la reelección inmediata y así quedó establecida la reelección presidencial indefinida.

La mutación de Ortega en Somoza llegó finalmente en abril de 2018, cuando una reforma al sistema de la seguridad social generó una manifestación de varios cientos, o acaso miles de pensionados. La policía recordó su papel en las dictaduras y los reprimió con crudeza. Pero el cálculo le salió mal al opresor, porque las protestas sociales aumentaron con la suma de los estudiantes universitarios y diversos grupos sociales. Managua se transformó entonces en la capital mundial de la represión de la policía. Oficialmente se habló de cientos de fallecidos y de miles de detenidos. Y luego de la represión pasó lo de siempre en los regímenes dictatoriales, tuvieron que salir del país alrededor de cien mil nicaragüenses en búsqueda de asilo político.

A lo largo de este año 2021, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) concluyó que más de 30 dirigentes políticos de oposición, defensores de derechos humanos y líderes de movimientos sociales, fueron detenidos arbitrariamente y se les impidió la comunicación con sus familiares. La Corte Interamericana de Derechos Humanos acogió, a solicitud de la CIDH, medidas preventivas en favor de diversos dirigentes políticos y sus familiares, ante el riesgo a perder la vida o frente a la privación de su libertad. Pero las cosas no se quedaron ahí, porque la prensa independiente dejó de publicar y las estaciones de radio críticas del orteguismo fueron calladas.

El día de la elección se les prohibió la entrada al país a los observadores de la Organización de Estados Americanos (OEA) y de la Unión Europea (UE). Aunque las cifras oficiales indicaron que la participación electoral fue superior al 65 por ciento del padrón, se calculó por parte de observadores independientes que intentaron monitorear el proceso electoral, que la abstención fue superior al 80 por, lo que coincide con las versiones de los periodistas extranjeros que mostraron la escasa afluencia a los lugares de votación y que éstos estuvieron vacíos la mayor parte de la jornada electoral. Todo eso abonó para que el “triunfo” de Ortega en la elección presidencial pudiera darse sin contratiempos.

En consecuencia, las “elecciones” que se celebraron el pasado domingo 7 de noviembre constituyeron una lamentable farsa y se registran en el contexto de una grave crisis política, económica, social e internacional, que tuvo su punto de no retorno desde los estallidos del año 2018. La represión, la cárcel, las agresiones, los hostigamientos, las persecuciones y hasta el exilio a los opositores, aunado al silencio y la censura que impusieron a la prensa, fueron las respuestas de Ortega para asegurar su triunfo y al mismo tiempo para clausurar cualquier espacio democrático de convivencia. Ortega “ganó” la elección presidencial con el 75 por ciento de los votos a su favor y su “triunfo” anuncia su cuarto mandado presidencial.

Aquí y en China, por supuesto que también en Nicaragua y en cualquier lugar del mundo, convocar a elecciones en una fecha específica no es tener un sistema político democrático. En esas circunstancias, el resultado del 7 de noviembre en Nicaragua es obvio y no se necesitaba ser adivino para conocerlo de antemano, sobre todo frente a reglas y conductas públicas totalmente antidemocráticas.

El 12 de noviembre, en la clausura de la 51 Asamblea General de la OEA, varios países promovieron una resolución sobre la situación política que se vive en Nicaragua. En esa determinación se señaló que las elecciones en ese país “no fueron libres ni transparentes ni tienen legitimidad democrática”. La resolución se aprobó por 25 votos a favor, uno en contra y siete abstenciones. Entre las abstenciones destacó la de México. Las otras abstenciones fueron de las delegaciones de Bolivia, Honduras, San Vicente y las Granadinas, Santa Lucía, Dominicana y Belice.

Es cierto que la OEA ha legitimado golpes de Estado en la región y también es cierto que Luis Almagro, su secretario, es impresentable. De lo anterior no hay duda, pero dejar de repudiar la “elección” mediante la cual Ortega seguirá siendo presidente de Nicaragua fue un yerro monumental, porque no se trata de ser intervencionista ni de apoyar los golpes de Estado ideados, auspiciados y financiados desde Estados Unidos. Lo que pienso debería ocurrir a nivel internacional es establecer criterios políticos firmes por parte del gobierno mexicano de apoyo a la democracia, sin que eso implique apoyar las posiciones de la derecha fascista. Porque apoyar, así sea por omisión, la dictadura, la corrupción, la represión, los muertos y el silencio informativo es no entender que Nicaragua padece un gobierno que sólo tiene frente a sí mismo la posibilidad de incrementar la pobreza y el malestar de su pueblo.

La pareja Ortega y Murillo son el régimen de Somoza reeditado. En Nicaragua se viven los ánimos de perpetuidad en el poder, con base en modificaciones constitucionales y legales, poniendo en escena farsas políticas que pretenden llamar elecciones. Y no se puede ser ajeno a un intento tan burdo.

1 de diciembre de 2021