Proceso, 45 años; crítica en el autoritarismo y en la democracia
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Proceso, 45 años; crítica en el autoritarismo y en la democracia

Manuel Tejeda Reyes

En el pasado autoritario mexicano el discurso oficial sostuvo que el derecho fundamental a la libertad de expresión se definía por la Constitución y que el Estado garantizaba ejercerlo. Ambas tesis, promovidas por los gobiernos priistas como dogmas posrevolucionarios, eran inexactas y en los tiempos en los que la represión se incrementó fueron absolutamente falsas.

No me detendré en esta ocasión para escribir sobre los amagos de censura promovidos por Luis Echeverría contra el periódico Excélsior, ni cómo fue que un grupo de periodistas de excepción actuaron denodadamente para construir desde la nada una nueva publicación, decididos a no dejar que el manto del silencio cubriera su derecho a imprimir y publicar.

Los años de Proceso fueron los años del mayor y más acelerado desgaste del despotismo priista y también fueron los años de la germinación y el florecimiento de la democracia.

No insistiré en eso porque los lectores de Zócalo ya lo saben.

La revista Proceso creció en influencia a pesar de la animadversión del régimen autocrático, o acaso por eso, pero siempre con el objetivo centrado en informar a sus lectores. Su aniversario número 45, que se cumple el 6 de noviembre, sirve para reflexionar sobre lo que ha sucedido con nuestro país, con el sistema político y con la gente que se asume de izquierda, porque hace 45 años la democracia no era real y estaba sólo en los discursos; era apenas una idea, un proyecto político que servía para contrastarlo con la realidad: México no tenía un sistema democrático de gobierno y aquellos derechos contenidos en la Constitución, que al ejercerse pudieran poner en riesgo la hegemonía del régimen, eran susceptibles de limitarse, siempre a discreción de las autoridades.

El 6 de noviembre de 1976, cuando vio la luz el primer número de Proceso, la democracia era una quimera. Hoy es ya nuestra realidad, así que en eso el país cambió, y mucho.

El paso de estos 45 años de vida pública mexicana, siendo yo durante muchos de ellos lector constante de Proceso, me llevan a las cavilaciones que quiero compartir en estas páginas con los lectores, respecto de lo que estimo constituyen las enseñanzas de una revista política sin la cual no podría entenderse el cambio democrático en México. Pero sobre todo de lo que puede advertirnos respecto de algunos que se asumen a la izquierda en el espectro político.

Hace 45 años, el presidente censuraba periodistas que le eran incómodos y vivía en una burbuja, pensando que podría ser el líder del “tercer mundo”. Podía hacer y deshacer en el país a una sola orden y una sola voz, hasta el punto de quitar y poner al director de un periódico con el fin de silenciar al diario. Y cómo no hacerlo, si su caminar por el país era el avance de la historia viva. Si sus discursos eran la nota principal de todos los otros periódicos y sólo uno era el hereje al atreverse a criticarlo, de modo que desde la óptica gubernamental no había duda de que el presidente estaba justificado para tomar la decisión irrebatible y justa de mandar callar a los insumisos. De ahí venimos, recuérdese, de las confusiones echeverristas. Era la época de oro del presidencialismo. Entonces no era urgente la abolición del emperador sexenal. Casi nadie le cuestionaba al presidente su predominio en las cámaras legislativas, en los tribunales y en los gobiernos estatales. También se veía con normalidad que mantuviera el orden dentro del país, aun fuera del ámbito de sus facultades constitucionales y legales.

Hace 45 años el monolito gobernante estaba intacto. Se estaba en presencia de una sólida estructura de poder que dotaba a la Presidencia de los resortes necesarios para gobernar. El principal problema de la política mexicana era que no había freno a las decisiones presidenciales. Pero resultó que el freno político en esos años del final de la hegemonía priista, mismo que pudo atemperar la maquinaria del poder, empezó a tener efecto en buena medida gracias a la prensa que salió de Excélsior. Quizás el freno fue insuficiente, pero en muchos casos el PRI y el gobierno tuvieron que negociar y no pudieron imponer sus decisiones, una vez que esa prensa a la que no podían controlar hacía públicas tantos sus corruptelas como su demagogia.

En esas circunstancias, los lectores hemos encontrado en las páginas de Proceso la premisa cotidiana respecto del compromiso con el deber de informar, asumido como un valor que nos debería ser fundamental a todos los mexicanos. Por otra parte, en estos últimos años y quizá sin proponérselo, la tarea informativa de Proceso y las reacciones que un segmento de sus lectores han tenido sobre sus reportajes, también nos deberían obligar a recapacitar en relación con que una de las áreas de la transformación del país que no le corresponde al gobierno y sí a los ciudadanos, es la de dejar atrás las estigmatizaciones que sirven para descalificar al adversario, ya sea porque se ubica en el arco político a la izquierda o bien porque está a la derecha, para que nos sea posible centrarnos en el hecho irrefutable de que ningún gobierno resuelve los problemas con declaraciones. Durante todos los años de transición, las páginas de Proceso nos han advertido que la cuestión democrática, por sí sola, era insuficiente para solucionar los problemas sociales y que la libertad de informar y la posibilidad de disentir no son aún valores universalmente aceptados en México.

No basta que haya un cambio de partido en el gobierno o aun que tengamos un cambio de régimen, por más popular que se proclame el nuevo, para que sea cierto que ya tenemos un nuevo orden social. Ninguna vanguardia liberal y progresista; tampoco ninguna élite ilustrada y técnicamente formada en las mejores universidades de México y el extranjero, serán capaces de impulsar los cambios indispensables que México requiere, si a la par la sociedad no está informada de los posibles abusos y excesos que se cometan en el gobierno, cualquiera que sea su signo. Y para ello es necesario que los ciudadanos cuenten con medios de comunicación que garanticen el intercambio libre de ideas y que esos mismos medios tengan la abierta posibilidad de confrontar a los diversos poderes, tanto formales como de facto. La libertad de expresión no es un lujo, sino una necesidad social y en la revista Proceso se ha entendido de ese modo en sus 45 años de existencia.

Tiene sentido recordar las publicaciones de Proceso con críticas severas a los gobiernos de los priistas y los panistas, porque ahí hay claridad sobre la postura de la revista frente al actual gobierno. Y entonces comprenderemos que las portadas y las primeras planas de la revista que se publican en la actualidad se asemejan mucho a lo que veíamos en el pasado reciente y remoto. Pero a veces el fervor político y las simpatías o las ganas de creer en un proyecto ahuyentan los juicios imparciales y las ilusiones terminan por generar confusiones.

Ningún gobierno en la historia, por más democrático que sea su origen, por más apoyo popular con el que cuente, ha sido la encarnación de la justicia y la bondad. El actual gobierno de México no es la excepción. Lo que tenemos hoy es una administración que está tratando de redefinir un nuevo modo de relación entre gobernantes y gobernados, que efectivamente es austero, que terminó con el boato que rodeaba a los altos funcionarios públicos y que encauza el presupuesto hacía programas sociales dirigidos a apoyar a los sectores sociales que durante décadas estuvieron olvidados por el régimen.

Pero estamos aún lejos de terminar con la corrupción, más lejos de contar con un auténtico Estado de derecho y de hacer realidad la justicia social. Ciertamente falta mucho para llegar a estadios superiores, a pesar de lo que aseveren personalidades épicas como la del presidente Andrés Manuel López Obrador. Y si Proceso hacía desde aquel lejano 1976 y durante todos los años siguientes, en la llamada transición, críticas severas y cotidianas al régimen autoritario y hoy lo hace también con el gobierno democrático, me pregunto por qué algunos de sus lectores ahora reniegan de la revista y asumen que su papel es la defensa de lo que haga y deje de hacer este gobierno, con independencia de si se estima perjudicial o benéfico para la sociedad mexicana.

No me parece que la revista menosprecie a AMLO, pero tampoco lo idealiza. Las críticas a este gobierno desde las páginas de Proceso son las que sus lectores añejos hemos visto antes, porque creo que quienes hacen la revista no depositaron en la administración que encabeza López Obrador la ilusión del paraíso. Hoy es necesario insistir en el ejercicio: la crítica al poder es parte de la democracia.

Por eso mismo conviene recordar que la democracia y las libertades eran, hace 45 años, un sueño y una esperanza. Los románticos pensaron que serían la solución de todos nuestros males; que de un gobierno democrático surgiría una nueva clase política, ejemplar y competente, que acabaría para siempre con la corrupción y con la impunidad; que en la democracia prevalecería la ley y que tendríamos la certeza de contar con un sistema de justicia incuestionable; que gracias a un nuevo gobierno, electo democráticamente, las prácticas políticas serían las mejores y servirían para responder a las demandas sociales; que con un nuevo gobierno, que velara por el pueblo, todos seríamos libres, dichosos y felices. Lo cierto fue que presenciamos la quiebra del autoritarismo y al mismo tiempo vimos cómo la delincuencia organizada incrementó su poder al punto de amenazar la sobrevivencia en amplias franjas del país, instaurando el caos y la derrota de la sociedad frente a sus intereses. También hemos presenciado la creciente influencia política de los cuadros militares y hemos escuchado a quienes advierten de los riesgos que eso implica. Y todo eso se ha discutido sin cortapisas en las páginas de Proceso. La experiencia informativa de la revista, forjada en los años del autoritarismo, despeja las ilusiones sin fundamento y exhibe tanto las dudas como los temores frente a las determinaciones del actual gobierno. Creo que sus lectores de siempre sabemos ya que el color gris de la administración no es ni el infierno que describen los opositores ni casi el paraíso que pretenden los absolutamente convencidos del obradorismo, que se han vuelto ciegos para responder a la exigencia presidencial de lealtad.

Hace 45 años caminábamos hacia las libertades políticas, hoy vivimos en medio de ellas. Hace casi medio siglo se daban, desde el régimen, abiertos golpes de censura y los mismos se mantuvieron en mayor o menor medida a lo largo de los años de la transición, siendo verdad que hoy ya no se presentan, más allá de la abierta pugna que mantiene el presidente con un sector de la prensa que le es abiertamente adverso, pero al que no se le limita ni se le castiga. Los gobiernos del autoritarismo buscaban apaciguar las calderas de rebelión que les significaba cualquier crítica. Pero el camino que empezó con Proceso en materia de información y de libertad de expresión para revertir esa tendencia, desembocó en lo que tenemos hoy. ¿De verdad los sectores de izquierda que para descalificar lo que publica Proceso dicen que se ha “derechizado”, quisieran volver a tener esa prensa que sólo elogia al gobierno?

Supongo que al mismo tiempo que ganaba relevancia el valor de la victoria como el gran objetivo de la lucha política de izquierda, se nublaban en forma directamente proporcional todos los problemas que enfrentaría el nuevo régimen tan esperado y tan deseado. Me parece normal: el ideal de alcanzar el Poder Ejecutivo ocultó durante mucho tiempo el problema de administrarlo. Y ni modo, hoy como desde hace 45 años, el primer medio impreso que cuestionó abiertamente a los gobiernos emanados del autoritarismo, y que siguió haciendo lo mismo con aquellos surgidos de la democracia, lo cual en todo caso es la labor que realizan quienes se precian de ejercer el periodismo, lo hace también con uno que es de izquierda. Y esa tarea está clara entre quienes hacen la revista Proceso: mostrar con crudeza un país atestado de adversidades y peligros, que es el México de hoy.

8 de noviembre de 2021