Reforma energética: ¿Estado benefactor o posneoliberalismo?
Comunicación

Reforma energética: ¿Estado benefactor o posneoliberalismo?

Autora: Ivonne Acuña Murillo

Se ha acusado al presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), de mirar sólo hacia al pasado y de pretender imponer una visión estatista al estilo del Estado Benefactor que operó en las décadas previas a los años 80. Las políticas públicas relacionadas con Petróleos Mexicanos (Pemex) y la posible reforma constitucional encaminada a devolverle influencia y poder a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) se presentan como algunas de las pruebas más contundentes. Sin embargo, sabido es que la historia no se repite, menos cuando el contexto en que se aplican dichas políticas es cualitativa y cuantitativamente diferente. Por otro lado, cabe preguntarse si el proyecto de gobierno del primer mandatario se corresponde de manera inequívoca con una vuelta al Estado Benefactor o podría inscribirse en lo que comienza a conceptualizarse como etapa “posneoliberal”.

Desde el 14 de julio de 2021 el presidente hizo pública su intención de proponer una reforma constitucional para que el Estado sea el responsable de abastecer al 54 por ciento del mercado nacional de energía eléctrica, dejando a la iniciativa privada el 46 por ciento. Esta reforma permitiría, a decir del propio presidente, poner orden en el sector pues no se puede dar el mismo trato a Repsol (empresa multinacional energética y petroquímica española) y a Odebrecht (empresa de la construcción fundada en Bahía, Brasil, relacionada con casos de corrupción a gobiernos nacionales en 14 países), que a la mexicana Comisión Federal de Electricidad (CFE).

Actualmente, y en función de la Reforma Energética implementada por Enrique Peña Nieto, con el aval y apoyo del Partido Revolucionario Institucional (PRI), el Partido de Acción Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD), la CFE sólo aporta el 35 por ciento del abasto, debido a que la subutilización de las plantas generadoras limita a propósito su capacidad de generación, gracias a las medidas adoptadas durante el periodo neoliberal en beneficio del sector privado, nacional y extranjero.

Pero, de ¿qué va exactamente la Reforma Eléctrica pretendida por el presidente López Obrador?

La Reforma Eléctrica es una de las dos piezas clave de la Reforma Energética, que tiene entre sus diez objetivos y premisas fundamentales, las siguientes: Modernizar y fortalecer, sin privatizar, a Petróleos Mexicanos (Pemex) y a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) como Empresas Productivas del Estado, 100% públicas y 100% mexicanas; Permitir que la Nación ejerza, de manera exclusiva, la planeación y control del Sistema Eléctrico Nacional, en beneficio de un sistema competitivo que permita reducir los precios de la energía eléctrica;
Atraer mayor inversión al sector energético mexicano para impulsar el desarrollo del país;
Contar con un mayor abasto de energéticos a mejores precios; Garantizar estándares internacionales de eficiencia, calidad y confiabilidad de suministro energético, así como transparencia y rendición de cuentas en las distintas actividades de la industria energética; y Combatir de manera efectiva la corrupción en el sector energético. La Reforma Energética puede ser consultada en el portal del Gobierno Federal https://www.gob.mx/cms/uploads/attachment/file/164370/Resumen_de_la_explicacion_de_la_Reforma_Energetica11_1_.pdf

El 30 de septiembre de 2021, el gobierno lopezobradorista dio a conocer el texto de la Reforma Eléctrica, en el que se establece que: se eliminará la Comisión Reguladora de energía (CRE) y la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH), cuyas atribuciones pasarán a la CFE; se reducen las posibilidades del sector privado en el abastecimiento de energía eléctrica de forma independiente; y se otorga al Estado mexicano la explotación del litio. Los cambios propuestos ponen en claro que esta reforma busca a su vez reformar lo aprobado en el sexenio de Enrique Peña Nieto (2012-2018) en la materia.

Una primera lectura pareciera demostrar que no hay diferencia entre la pretendida reforma lopezobradorista y lo que se tenía antes de la década de los ochenta. Pero, como ya se dijo, el contexto en que se pretende dicha reforma es absolutamente otro. No están dadas hoy las condiciones que hicieron viable al Estado Benefactor en México, como: un crecimiento económico promedio anual de 6% durante tres décadas; un régimen presidencial que daba al primer mandatario amplios márgenes de acción; un Estado interventor que destinaba buena cantidad de recursos a políticas públicas encaminadas a atender las necesidades de amplios sectores de la población; una ciudadanía conforme con tener menos participación política a cambio de mayor bienestar económico; un modelo de economía mixta y cerrada, etc. Todo esto cambió con el arribo del modelo económico neoliberal.

En primer lugar, este modelo económico modificó de manera profunda las condiciones de operación del capitalismo restando soberanía a los Estados nacionales, tanto en materia económica como financiera, atándoles de manos e impidiendo que pudieran determinar de manera autónoma políticas públicas dirigidas a la explotación de los recursos naturales, la regulación de la inversión privada, la protección de sus reservas energéticas, los derechos laborales y aún la fijación de los salarios, entre otras variables, como sí ocurría en las décadas del Estado Benefactor (1940-1970).

En segundo lugar, muchos gobiernos en el mundo, incluyendo el mexicano, se vieron en la necesidad de sujetarse a los mandatos de organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) que ofrecían préstamos a cambio de imponer brutales ajustes económicos encaminados al sostenimiento de variables macroeconómicas como una supuesta estabilidad de precios y el equilibrio de la balanza de pagos, entre otras. Estas políticas forman parte del denominado Consenso de Washington compuesto por “un conjunto de medidas de política económica de corte neoliberal aplicadas a partir de los años ochenta para, por un lado, hacer frente a la reducción de la tasa de beneficio en los países del Norte tras la crisis económica de los setenta, y por otro, como salida impuesta por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) a los países del Sur ante el estallido de la crisis de la deuda externa.” (Diccionario Crítico de Empresas Transnacionales, “Investigación, documentación y Denuncia de los impactos de las multinacionales españolas en América Latina”, Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) Agenda/Boletín).

Las acciones impuestas por el FMI y el BM, como parte del Consenso de Washington, se basan en una visión fundamentalista del mercado a partir de la creencia en la existencia de la competencia perfecta y en la operación libre del mercado a partir de una supuesta autorregulación (la mano invisible de Adam Smith). Este fundamentalismo del mercado conlleva a un segundo principio encaminado a considerar que los equilibrios óptimos de los diferentes mercados hacen innecesaria la intervención del Estado, cuyo papel debería reducirse a funciones mínimas, volviendo con ello al planteamiento liberal que lo redujo a la función de Estado-gendarme, ocupado básicamente en propiciar las condiciones necesarias para la acumulación de capital como la protección de la propiedad privada, la regulación del trabajo y la contención salarial.

Lo anterior, dio al traste con buena parte de aquello que caracterizaba al Estado Benefactor, reduciendo realmente su tamaño y funciones, como puede constatarse con el ejemplo que ofrece la privatización, venta, liquidación, fusión, transferencia, extinción de prácticamente la mayoría de las empresas mexicanas paraestatales: si en 1982 se contaba con 1155 de estas, para 1988 su número se redujo a 427 (José Gasca Zamora, “Privatización de la empresa pública en México 1983-1988”, Momento Económico, núm. 41-42, artículo 7). Estos años corresponden al sexenio de Miguel de la Madrid Hurtado, primer presidente de corte neoliberal. En la administración siguiente (1988-1994), Carlos Salinas de Gortari se encargó de rematar “entre sus cuates” el 63% de las empresas públicas restantes, creando con ello 23 clanes de multimillonarios entre los cuales destacan los formados por las familias de Carlos Slim, Bernardo Garza Sada, Ricardo Salinas Pliego y Roberto Hernández (Dulce Olvera, “Las empresas públicas (63%) que remató Carlos Salinas hicieron a 23 familias súper ricas hasta hoy”, sinembargo.mx, 27 de febrero 2019).

El pretexto para la privatización fue eficientar las empresas que el Estado no había sabido administrar y hacer rentables. Lo que no se dijo fue que: el objetivo último de una empresa paraestatal no era la obtención de ganancias, como si de una empresa privada se tratara, sino la prestación de servicios a la población a bajo costo, de ahí que en muchos de los casos se dejara de lado la eficiencia en la administración de los recursos, dejando crecer las deudas adquiridas; se privatizarían las ganancias que antes entraban a las arcas públicas; los precios de los bienes producidos se dejarían al mercado eliminando las ventajas que el gobierno podía ofrecer a quienes no podían pagar los precios así fijados en perjuicio de las y los consumidores de menores recursos y convirtiéndose en una pesada carga para las clases medias que tuvieron que poner a trabajar a más miembros de la familia, además de aumentar sus horas laborables tratando de sostener un cierto nivel de vida; la privatización de paraestatales supondría la creación de monopolios y el alza de precios de los bienes privatizados.

En tercer lugar, el sistema político mexicano fundado por Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas del Río, a partir de 1920 y consolidado en las décadas posteriores, fue dejando de ser operativo, como se hizo evidente hace 53 años, con la represión del 2 de octubre de 1968 y después con la conocida “Guerra secreta” o “Guerra sucia” de los años setenta, y con la reducción de los presupuestos encaminados a resolver necesidades sociales. Estos hechos hicieron evidente la profunda ineficacia de un sistema político que se volvió sordo e inflexible a las demandas populares mostrando su agotamiento.

Actualmente, ya no están presentes la mayoría de las características que hicieron posible el ejercicio de un sistema de corte presidencialista como: las facultades extra constitucionales del primer mandatario; el control absoluto por parte del Ejecutivo de los otros dos Poderes, el Legislativo y el Judicial; el control de los estados a partir de la imposición de gobernadores y presidentes municipales; el control de la sociedad y de los movimientos sociales; la práctica inexistencia de libertad de expresión y con ella de una opinión pública relativamente libre y activa; la existencia de partidos opositores sin posibilidades de ejercer el poder, por mencionar sólo las más importantes; una estructura autoritaria construida por los gobiernos posrevolucionarios que se dieron una sociedad a la medida de sus necesidades.

11 de octubre de 2021